Alfonso Masó
Se nos olvida percibir, en nuestro cotidiano pensar el mundo, que territorio no es sólo aquello que se extiende bajo nuestros pies cambiando de nombre, cambiando de dueños, a medida que traspasa líneas, más o meno imaginarias, más o menos marcadas por hileras de vidas.
No es que el objeto de la historia, el soporte de los reinos, el manto de polvo que cubre las batallas, el alimento de los campos de trigo, acabe siendo pura abstracción. La abstracción somos cada uno de nosotros: suma de intereses, de consignas, de valores, de fundamentos y creencias ajenos, que constituyen la presunta identidad unida a nuestro nombre: nosotros que sumados creemos elegir: coches del año, ídolos, gobiernos, trajes, yogures, canales, zapatos que sustentan nuestra autonomía.
El territorio llega a ser tan engañoso, evanescente y múltiple como el interés general que determina – en lo que llamamos nuestros tiempos- las grandes decisiones políticas.
¿Qué existe en las fisuras de nuestras identidades que no debamos oír?
Si la fisura es la herida del cuerpo social ¿Debemos apresurarnos a hacerla desaparecer? ¿A anestesiar su dolor? ¿A cegar lo que a través de ella aparece?
Quizá no tras los muros más sólidos sino desde los más frágiles sea posible vislumbrar un exterior desconocido, olvidando la posición de fortaleza.
¿Qué tipo de progresión, entre nosotros, dedica todo su esfuerzo a construir su debilidad, a intentar mostrarla como una hendidura que parecería escindirlo de los suyos? ¿De qué suyos?
Figurar no es aceptar un destino, es el acto de vislumbrar lo que puede ser real. Los territorios figurados son aquellos del poder ser.
Transfigurar es persistir en la existencia: también el territorio se crea.
Quizá nadie dude que la voz y la imagen que vuelan invisibles crean sedimento, que el persistente deseo crea sedimento, que las imágenes que acuden a esa larga diáspora a ese incierto trayecto del querer que se desplaza uniendo tiempos, continentes… nutre el sedimento.
La defensa de aquellos territorios invisibles podría confundirse con la de ghetos en la vecindad de la nada, pero si algo sobrevive en ti, hasta en las más adversas circunstancias, es por el apoyo intangible de esos otros que existen y existieron, aquellos que te dotan de conciencia las promesas para renovar en ti el recuerdo de lo que eres: otredad dispersa en el recuerdo del tiempo. Tus penates y tus lares que olvidaste en un alejado rincón te iluminan de improviso otro rincón donde –contra toda evidencia- no estás solo: una habitabilidad comienza como continuidad de los espacios de tu propio ánimo.
La palabra interior que nos sostiene vive de la palabra audible, del gesto que nos devuelve el mundo. En nuestra lengua la palabra persona viene del latín personare : sonar a través del habla, cantar, decir…manifestarse, ser escuchados: sientes que eres cuando apareces a través de la escucha.
Ese lugar es muy diferente al que se aprecia desde un avión, un coche, un tren, una barca; es el lugar, el territorio del afecto: el territorio afectado, el territorio hendido por lo que te afecta. El sedimento de aquellos instantes en que la vida y el mundo nos acogen genera el humus donde nace la palabra humano.
La expulsión no crea sedimento, lo disuelve arrastrándolo, como las tempestades, a simas que lo alejan. La negación de la palabra y de la escucha tendría el poder y los efectos de esa violencia, el mismo poder de desahucio que si sembraran tus campos de sal y tus heridas de la sangre que amas.
Es la diáspora de esos territorios invisibles lo que puede realmente aniquilarte. Tu último reducto es la última persona que escucha tus palabras.
Quizá una mayoría silenciosa sepa que ya todo cambió y no sepa que hacer con su silencio.