Lágrimas de carne y piedra

Cómo podemos acercarnos al llanto, aparentemente ajeno, cuando cada día volvemos la cara ignorando la desgracia anónima, cuando, para vergüenza de Dios, miramos para otro lado implorando que no nos roce, que no nos haga suyos.
Cómo podemos evitar conmovernos ante el silencioso gemido del lamento cercano, cuando en los abandonos de la luz hemos compartido el mismo apuro, cuando su súplica ya nos había atravesado y ya forma parte de nuestra condición ósea.
Cómo podemos impedir volver a emocionarnos ante su desesperación, cuando su mano abierta avanza implorando nuestro amparo, cuando ya fuimos invitados a soñar que los sueños pobres preparaban su fiesta y participamos de su sufrimiento.
Cómo podemos entrar temblorosos, de puntillas, sin pretender desgarrar aún más la herida abierta, pensando que saldremos indemnes, sin mancha alguna, cuando ya hemos sentido nuestro cuerpo hundido en el lodo oloroso de la pietá y la compasión.
Cómo podemos adentrarnos a contemplar y pensar que no saldremos dañados.

Permanezco unos instantes fuera. Desde esa quebradiza lejanía intuyo pequeñas tumbas flotantes, como nenúfares cerrados, en un pantano de yeso. Volúmenes bañados por la cal, ahogados en el fondo de la resignación, abatidos por el peso del silencio de los que callan.
Reconozco cuerpos naufragados que se aferran desesperadamente con las yemas de sus dedos a la cubierta y a las costras de la piedra, donde, a pesar de todo, aguantan fuertes el abrazo que les aguarda, mientras que sus otras extremidades, se escondenen el fondo calcáreo del mar del olvido.

En esos momentos ya quisiera salir huyendo a millas de distancia, negándome a entrar en lo que se presagia como una futura fosa que se resiste a ser excavada. Se me coge un nudo al reconocer lo que ya sabía desde lejos, que el desconcierto me atrae en la duda más certera de todas, la que uno no quiere ver.
Me adentro y presencio unas escenas extrañas a la mirada, en un recogimiento íntimo, desgañitado y roto. Bloques de piedra desgarrada asistidos de urgencia, en un cuidado mutuo con quien los trabaja. Una intervención de amor en la que el cariño daña y desgaja. Descuidos propios de quien absorto por el placer erótico no calcula que sus roces arañan, que sus dedos dañan. Una situación desesperada de quien se afana en curar la sangre de las heridas que nunca cuaja y que se resiste a dejarla escapar. Abrazos desgarrados de devoción ante el abandono y la pérdida. Me hacen sentir un intruso que, en el más absoluto de los clamores, producto de sus contorsiones pausadas, no ha sido invitado. Ellas ni tan siquiera me miran, como quienes ignoran a los asistentes en espera de su propia ejecución. En esos momentos uno llega a aborrecer la luz cálida de las ventanas y la mirada amable de quien te acompaña.

Me acerco, recordando cada uno de los pasos de entrada para una posible fuga. Bordeo la dureza de lo que me conmueve y empiezo a comprender a través de una voz quebrada en la piedra. Suplico por no contagiarme de esa intuición. Carne entumecida de quienes sufren las quemaduras de la ignominia y del olvido. Me pondría mascarilla, bata y guantes para evitar sentir el más mínimo compromiso que me sentencie a esta sensación perpetua. Pero sucumbo, cedo, me agacho, me arrodillo y me acurruco a su lado, atraído por esa deriva del retorcimiento del barro incrustado en la carne. Mi aliento llega a acariciar esos cuerpos que se resignan a apagarse, a ceder al abandono, al desagarro convertido en revestimiento cutáneo que protege, con oraciones y alegatos tallados, los fluidos y los tejidos perforados.

El asombro me hace exhalar angustia y aspiro el polvo desprendido de sus células, materia mordida, avergonzada y tragada sin apenas masticar. No basta con haberme acercado, con haber aspirado el barro, no basta que lo sienta ya dentro de mí.

Quisiera poder escupir sobre todos y cada uno de los motivos infinitos que te llevaron a soñar y enamorarte de esos bloques de puños cerrados rebosantes de rabia y clamor. Quisiera empaparme de tus besos para que las bombas de racimo de mis ánimos sean de uvas maduras y las granadas de vino y miel.
Quisiera poder compartir contigo su punzante y atormentado abrazo hasta explotar en llanto.

¿Qué tenemos que perder más allá de las lágrimas, preguntabas? Como si eso no fuera mínimamente suficiente, como si en esta deriva de desgarro y dolor, ya nada nos fuera bastante. Son lágrimas, lágrimas de un mismo llanto, piedras de cristal, de amor y escándalo , recogidas de las cunetas y postradas en la planta baja de un subsuelo hundido en la memoria amarga.
En la tarde más calurosa del verano más cálido jamás registrado, un escalofrío gélido me heló la esperanza.