Existir viene de ex –sistere que quisiera decir: desde el detenimiento. La palabra que contiene nuestra travesía por la vida, nuestro venir al mundo, significaba, originariamente, hacer un alto en la ausencia de nosotros. Pero llegar no supone conciencia de estar, conciencia de existir, ésta comenzaría a tener lugar a partir del propio reconocimiento en el primer reflejo: en la primera reflexión. Antes de ese momento, previo a la reflexión, llegar al mundo es ser acogido, recibir un nombre.
Llegar al habla: ser nombrados, sernos nombradas las cosas: comenzar a ser en las palabras.
Llegar al mundo es llegar al habla, llegar al arte es llegar al habla . Imaginar las lenguas es el principio y el sentido del arte: imaginar las vidas. Sólo imaginarlas, crear es una necesaria ficción. Imaginar es ser constituido por los signos: llegar a ser el reflejo de las imágenes.
Decir es construir el reflejo. Reconstruir es otra ficción. Nada se reconstruye, aun sobre ruinas, todo necesita nacer nuevamente.
Preparar los contextos para recibir el reflejo de las imágenes es el quehacer que en cualquier cultura inicia la recepción del mundo: preparar el habla para el decir de los signos, las cadencias y los ritmos, para ser espejo de las metáforas.
El detenimiento no es el estancamiento es el necesario sosiego para contemplar lo que discurre, para aproximarse a los ritmos, a los lenguajes y a los signos, para adentrarse, más allá de la superficie, al otro lado de las barreras que protegen o aíslan, o amordazan la intimidad. El detenimiento genera el tiempo. En el tiempo del detenimiento fluyen las transferencias entre lo invisible y lo invisible: el tiempo de escucha.
No ser escuchado, no poder hablar sería como no existir. No existe la imagen sin signos abiertos por los otros. No era suficiente, en la reflexión, percibirse uno mismo, era al ser pensado por los otros cuando en la invisibilidad comenzaba a surgir el aparecimiento: el reflejo que inauguraba la conciencia de ser era el reflejo en otros ojos.
Hablar de detenimientos, de tiempos creados, es hablar de tempos, de estratos, de mundos simultáneos, coincidentes, aunque no siempre confluyentes. La reflexión requiere siempre de un tempo. Los estratos lentos quedan inevitablemente desplazados por los estratos donde la velocidad es potenciada por la tecnología, y los más diversos elementos reflectantes distorsionan la intimidad o la confunden, sin más, en su proyección pública, con variantes de la pornografía.
El arte no puede dar la espalda al mundo en el que vive, pero el mundo en el que vive tampoco puede dar la espalda a las amplias instancias del yo que no son reconocidas sino enterradas por los bullicios mediáticos. El arte se ve obligado a procurar las confluencias de los mundos que lo necesitan para vivir.
Ya por definición, lo más íntimo es lo más profundo, la intimidad de un arte público sería lo más sepultado y quizá, por la misma razón, lo que demandaría con mayor urgencia nuestro auxilio. Y no sería contradictorio, allá donde todo parece diluirse en los lenguajes del silencio, concebir una intimidad compartible en lo colectivo, imaginarla, procurar los diálogos que animen recíprocamente cada una de las imaginadas voces, pues cuando el ánima de la voz cobra imagen es cuando nos vuelve a ser dada.
Lo verdaderamente colectivo encuentra su sentido en cuidar lo íntimo cuidando lo común. En la palabra público esperamos, con demasiada frecuencia, que el cuidado de lo común recaiga en los otros , y aunque no sean las palabras quienes arreglen el mundo si nos pueden conducir a reconsiderarlo , pues si como plantea Wittgenstein los límites del lenguaje significan los límites de mi mundo (Tractatus5.6), la conciencia de esos límites me sitúan en el lugar límite de mi mundo donde se da el conflicto. El lenguaje me sitúa en el conflicto y me procura apoyos para proclamar que aquello que acapara mi atención habla alguna lengua, comparte algún signo o algún gesto que podremos mutuamente comprender.
Reflexión es diálogo consigo mismo solamente en la medida en que nos hacemos la ilusión de poner voces a la enigmática elocuencia del silencio.
El extremo silencio del antes y el después pugna por un reflejo que le permita la ilusión de su existere: reflejarse en el fugaz detenimiento de una imagen que por algún tipo de azar pasó junto a él, junto a ello, junto a ella. Disponer de sólo los instantes de ese azar para lograr la única posibilidad de seducción que arranque de lo inerte: los pasos conmovidos hacia un centro común de atracción entre tú y ella o ello o él: una piel común erizada por el roce de lo inexistente.
Si esa voz que habría de surgir inaudible es la sola razón de existencia del arte y sus artífices ¿Qué tipo de arte producimos para que dependa su advenimiento de unos labios de príncipe o princesa que lo ha de arrancar de un sueño injusto?
Sabemos y no queremos saber que un arte puede correr más fluido entre el barro reseco de las cabañas que entre los brillantes enlosados que reflejan nuestro alejamiento. Y alguien, entre nosotros, quiere comprar de repente todas las cabañas, como si el arte fuera uno y el alejamiento lo pudiera disipar el humo de los aviones.
Hay ritos en los que el iniciado hace pública su entrega a los poderes de unas artes mediante la destrucción o mutilación simbólica de su propio cuerpo, abandonando así el ser que lo limita: ese espíritu iniciado jamás podrá ya huir del lugar que lo acoge, ese cuerpo herido lo cuidará la colectividad y a cambio ésta recibirá más que mediación: ese ser del que se desprende, ese apoyo en la transformación, hará que la transformación sea conjunta: que sea común el dolor e indeleble la herida.
II
Co- ex –sistere: Coincidir en la existencia
Se juega una inquietante angustia de pertenencia.
El arte juega a ser la voz que sugiriera cómo hablar de pertenencia a lo disperso; cómo hablar del miedo a la urdimbre: urdir, tramar… una alerta nos paraliza ante esas voces -cargadas en algún momento de acechanzas- como si desde el pasado algo debiera prevenirnos ante el acto textil de entrelazar imagen, memoria y sentido.
Intuimos que el co-ex –sistere es un fractal que arraiga -mutilado- bajo nuestra almohada, desde los ojos cerrados de la infancia, desde el secreto temor de diferencia.
Coexistir no es vivir simultáneamente, es coincidir en la existencia. Una existencia coincidente es la que busca incidir en lo común: lo más común es la diferencia, las diferencias.
Jugar a dar juego a las diferencias parecería la polis del caos a quienes sueñan con la polis del orden. Quienes sueñan con la polis del orden forman parte del caos de la polis de las diferencias. El caos es el nombre que recibe lo diverso antes de ser comprendido.
En el detenimiento, reflejar, reflexionar, es encontrarse dentro de lo otro.
En el extrañamiento del “co –ex –sistere” pedimos a la palabra que se muestre.
No hay pordioseros de la inexistencia, de la soledad, sólo reyes: reificar es hacer reyes de la nada a cuantos concedemos el extrañamiento.
“Empoderar”significa retirar la reificación: conceder la escucha.
En manos de demiurgos ludópatas el conceder o retirar la escucha parecería un juego de casillas, dados y fichas donde “la suerte puede llegar en cualquier momento” como en aquella infernal ruleta del “Enigma de Shangai”.
Qué arte demiurgo concede la escucha, no es una falsa duda o una pregunta trampa, pero podría ser que una buena parte de lo que hoy llamamos arte sea como la luz que aun nos llega de cuerpos celestes ya extintos: la producción automática dictada por un mundo que dejó de existir.
Nuestro arte podría no haber perdido todo sentido… quizá necesitara quedar en la oscuridad por un momento: fuera de todo lo que se nos muestra como inequívoco… quizá en ese extraño lapso, que podría parecer sólo una noche, hubiera cambiado en los otros algo más que la edad, el color, el sexo…quizá en nosotros, como en aquel fascinante Orlando que aún nos recuerda desde Virginia Wolf.