Más allá de toda significación
Acecha tu fantasma en mi costado. Sus curvas tiernas abrigan un momento la palma de mi mano; mis labios se acercan, enamorados del calor prometido, y se arrojan, serenamente: difuminada la piel en el beso inevitable, imposible. Porque eres sólo un eco de lo que hemos sido, de lo que podemos ser, de todo lo que escondemos en el silencio de nuestros cuerpos que se vigilan, disimulando el deseo insomne que nos camina por la ladera abrupta y solitaria de nuestra piel de piedra.
Una habitación blanca surge en medio de la vegetación, sosteniendo el tiempo como un paréntesis. Guardiana de la luz y de los sonidos del bosque, abre sus brazos protectores, contagiándonos de su silencio y su espera. En el centro de la estancia van descubriéndose emociones de alabastro, delatando las horas de trabajo, las manos viajeras, la mirada detenida, el pensamiento transeúnte, el corazón agitado. Un sentimiento doble nos confunde: parece que hubieran sido siempre así, con sus intrincados recovecos, como si nos permitieran sumergirnos en un tiempo primigenio, dispersarnos en el instante mágico de su gestación, espeso y lento; pero adivinamos recorridos inquietos, huellas de pasos diminutos, como senderos de hormigas, como la entrada al panal, y cada momento de la metamorfosis vuelve naturalmente hasta que la materia se desprende de su gravedad. Convocados/as a presenciar este instante preciso, ya nos cuesta imaginar estas piezas perdidas en la densidad rocosa, hundidas en lo informe, y aguardamos verlas flotar como en una constelación, como espuma de mar, como burbujas de luz, en una danza de órbitas. Alfonso Masó nos invita a ser testigos de un nacimiento, y aún más, nos otorga el privilegio de florecer al compás que lo hacen sus piezas. Su “Garbage’s Garden” se despliega en el centro de la emoción y desliza su luz por lo recóndito, mostrándonos de nuevo lugares tan interiores, tan lejanos o cercanos que los habíamos olvidado.
Al breve roce del cincel-corazón, se despereza el paisaje callado, abriéndose a la caricia amorosa que lo acuna, tímida, íntima, rítmica. Lentamente se arrastra con su rastro emocionado, con su filo metálico y paciente, como un caracol amante, humedeciendo las heridas secas, frías, aún adormecidas. Lame con suavidad, arañando en el lugar preciso, sabio como la gota de agua que resbala en la gruta, y cada resquicio se ahoga de ternura, sus huecos se encarnan, estremecidos. El amanecer nos sorprende, transparentes y abrazados, rendidos de luz, y brota otro latido interno, secreto, sangre de arcilla, que fluye acompasada, mostrando sin reservas la profundidad de un vientre atravesado de amor.
La luz, testigo y profeta de la belleza, nos pregunta, nos invade, condescendiente a nuestro silencio extasiado, a la palabra susurrada, temerosa de romper el sortilegio. Sólo la luz, que habita a través, nos arroja al interior, nos invita a contagiarnos de transparencia. El poema, blanco y pétreo, escandalosamente magnético, aguarda en el centro de la habitación, sonriendo para sus adentros, sabedor de sus resonancias conmovedoras. Conoce nuestros dedos ansiosos, y espera, sin prisa, seductor implacable, a ser acariciado, ofreciendo, lascivo, sus pétalos de alabastro a las manos que se aventuran en sus huecos, ávidas por desentrañar el misterio. Otros dedos apasionados se inquietan al borde de la piel buscando sus poros, (ya lo sabían sus versos): la mirada deseante se abisma adentrándose en las profundidades, sumergida en la carne iluminada que ya no le es ajena, confundida en un laberinto de espejos que le hace dudar: ¿Qué ha sido de mí? ¿Quién mira, qué es lo mirado? (El poema le responde con un eco).
Quizás ya habitábamos la piedra, mucho antes de ser tallada, condición ancestral, o quizás sus formas se hayan generado a golpes de amor, imperfecto y delicioso como todo lo humano, y por ello, simultáneamente, fugaz y eterno, enigmático y lúcido, simulado e incuestionable, derrochador y mezquino. Convencida de su ser de espejo, ya no es la obra quien respira o late, quien acaricia o se conmueve: es quien se asoma para mirarse en ella, incendiando el espacio escópico con su proximidad; quien se acerca a reconocerse en sus curvas, enmarañándose en un huracán de ida y vuelta, donde la energía no prefiere materia, carne o piedra, ni forma, realidades aparentes o internas.
Más allá del objeto está lo innombrable; más allá de la materia, más allá del reflejo o de la simulación, hay algo que vibra, inexplicable pero evidente, que trasciende, que escapa finalmente en un suspiro o al calor del abrazo, que se esconde en la sonrisa, en la caricia, que no quiere estar sujeto a palabras. Se desliza continuamente, y todo esfuerzo es en vano. Sólo el amor engendra poesía; la razón intenta apresar la experiencia, pero sólo consigue un destello lejano; en su deseo de atraparla, de contenerla en un discurso cerrado, de darle explicación precisa, la reduce, en el mejor de los casos, sólo a un recuerdo.
La paloma, agazapada un instante, contiene, incluso en su quietud, todos los vuelos posibles, también los nuestros; la flor, todos los aromas, también los de las pieles amadas, pero la ciencia no alcanza para explicar nuestra emoción, lo verdaderamente valioso escapa a sus esquemas y busca el calor de nuestro pecho, para latir a sus anchas. La piedra se vuelve poema, regazo cálido. No pretende justificarse, sólo abrir sus brazos blancos; hacernos comprender en profundidad , más allá de toda significación.